La enemización es una práctica de estigmatización, tan común como antigua. Básicamente, consiste en atribuir a otras (a terceros) características negativas que permitan su desacreditación, así como abrazar la deslegitimación desde un expediente que trasunta los antagonismos.
Toda diferencia se exacerba mediante la elaboración de discursos y relatos de oposición entre buenos y malos, amigos y enemigos, pero que en sus formas más políticas e ideológicas adquieren connotaciones de discriminación y odio a la diferencia. La enemización o práctica de construir enemigos que abunda transversalmente en nuestro paisaje político, tiende a cierta estabilidad histórica y se constituye de manera sistemática e institucionalizada.
En climas de crispación sociopolítica -como el Chile actual-, los discursos y prácticas de enemización se ajustan a la contingencia y son utilizados estratégicamente, es decir, apelando particularmente a las subjetividades con fines políticos. Por eso, la enemización es una forma de psicopolítica.
Ahora bien, ¿cómo se expresa todo lo anterior en el actual escenario político del plebiscito de salida de la propuesta constitucional de la Convención?
Esencialmente, mediante campañas en las cuales se desacredita al otro, no solo por lo que hace, sino por lo que representa. Las/os convencionales, en este sentido, representan mayoritariamente las diversidades y las disidencias que nunca han sido realmente aceptadas y, por lo tanto, debían ser destituidas, incluso antes de la realización de su trabajo. En efecto, ¿cómo explicar que sean las disidencias las responsables de constituirnos como sociedad, si son las mismas habitualmente marginadas y socialmente excluidas? Para una parte de la población, que además tiene el monopolio del poder político y mediático, simplemente no es posible. Para ellas/os los enemigos del país fueron los responsables de redactar la Constitución. Básicamente, una herejía política, social y cultural.